UN VERANO EN CERET
CUENTO BREVE
Hay lugares que
parecen tener un latido propio. Ceret, con sus calles empedradas, árboles
centenarios y olor constante a pan recién horneado, fue ese lugar para mí. Y
fue ahí donde todo cambió.
Me llamo Elira
Vondel, tengo 32 años y soy traductora de poesía antigua. Vivo en Gante,
Bélgica, en un apartamento lleno de libros, plantas a medio cuidar y tazas con
frases en latín. Por fuera, soy menuda, de cabello negro como tinta, piel clara
y unos ojos verdes que, según mi abuela, “ven más de lo que deberían”. Por
dentro, soy algo desconfiada, muy introspectiva y me cuesta soltarme. Pero
cuando me suelto, río fuerte y pienso demasiado.
A Ceret llegué a
comienzos de julio, invitada por una amiga pintora que exponía en el Museo de
Arte Moderno. Yo solo quería desconectar, leer a Rilke bajo un plátano
centenario y dejar el teléfono olvidado. Pero entonces, apareció Iriel Kaas.
Lo vi por
primera vez en la plaza central, vendiendo cuencos de cerámica en un pequeño
puesto improvisado. Llevaba una camisa blanca arrugada, el cabello castaño
recogido con una cinta negra y las manos manchadas de arcilla. Era alto,
delgado, con una presencia inquieta, casi felina. Su piel estaba bronceada por
el sol, y sus ojos —grises, como tormenta de mar— parecían observarlo todo con
detenimiento.
—¿Puedo tocar?
—pregunté, señalando un cuenco con dibujos de hiedra.
—Claro, pero si
se rompe, te casas conmigo —bromeó con acento leve, que no supe ubicar.
Sonreí. Le
pregunté de dónde era. Dijo que vivía en Tbilisi, Georgia, pero pasaba los
veranos en Ceret desde hacía tres años, trabajando en talleres y vendiendo sus
piezas.
Empezamos a
vernos por casualidad. En la panadería de la esquina. En el mercado de los
sábados. En la librería donde yo pasaba las tardes leyendo sin comprar. Siempre
coincidíamos.
—¿Estás
siguiéndome o simplemente Ceret es muy pequeño? —le pregunté un día.
—Prefiero pensar
que el universo tiene buen gusto —dijo, sin apartar la vista de mi rostro.
Fuimos juntos al
Museo de Arte Moderno, donde vimos obras de Picasso y Matisse. Le hablé de la
forma en que la poesía traduce el alma de las épocas. Él me habló de cómo el
barro tiene memoria, y que cada pieza suya llevaba escondida alguna tristeza
que no podía decir con palabras.
Una tarde me
llevó al Pont du Diable, un puente antiguo que cruza el río Tech. Me contó la
leyenda del diablo que intentó construirlo para atrapar almas, y cómo fue
engañado. Le respondí que a veces los humanos también sabíamos engañar con
elegancia. Nos reímos.
Lo que me
gustaba de Iriel era su forma de estar en silencio sin que resultara incómodo.
Y él decía que le gustaba que yo pudiera explicar cualquier emoción con una
metáfora. “Contigo, hasta el dolor suena bonito”, dijo una noche.
Pero el encanto
se rompió de golpe. Un mediodía lo vi con una mujer en su puesto. Ella era
rubia, elegante, hablaba en georgiano y lo abrazó largamente. Luego, él le
acarició la cara. Sentí cómo algo en mí se helaba. No pregunté nada. Me alejé.
Apagué el teléfono. Cancelé todos mis planes.
Pasaron cuatro
días. Me convencí de que todo había sido una fantasía mía. Que yo era experta
en traducciones, pero pésima leyendo a las personas.
La mañana del
quinto día, lo encontré sentado en la escalinata de la biblioteca, con una
bolsita de tela en la mano.
—¿Puedo
explicarte? —dijo, apenas viéndome.
No respondí,
pero no me fui.
—Ella es mi
hermana, Elira. Se llama Lika. Vino a darme una noticia: mi padre está enfermo.
Pero no quise decírtelo, no quería mezclar tristeza con esto… contigo.
Me senté a su
lado. Sentí algo tibio volver a mi pecho.
—Me sentí idiota
—admití.
—Yo también,
cuando te fuiste sin decir nada —respondió, con una sonrisa suave.
Abrió la
bolsita. Dentro había un cuenco de cerámica, pequeño, con una inscripción en
georgiano.
—¿Qué dice?
—pregunté.
—Dice: “Todo lo
que se rompe puede volver a tener forma”.
Nos besamos esa
tarde frente a una fuente, mientras las campanas de la iglesia marcaban las
cinco. Aún vivo en Gante. Él sigue en Tbilisi. Pero cada año, sin falta, nos
encontramos en Ceret. En la misma plaza. En el mismo rincón. Algunos lugares
laten. Y algunos amores, también.
FIN
Escrito por Jessica Bao
Perez.
El martes, 9, de septiembre
de 2025.
En Badalona.