martes, 9 de septiembre de 2025

¡Cuento escrito ✍ por mí! #125

 UN VERANO EN CERET

CUENTO BREVE

 

Hay lugares que parecen tener un latido propio. Ceret, con sus calles empedradas, árboles centenarios y olor constante a pan recién horneado, fue ese lugar para mí. Y fue ahí donde todo cambió.

Me llamo Elira Vondel, tengo 32 años y soy traductora de poesía antigua. Vivo en Gante, Bélgica, en un apartamento lleno de libros, plantas a medio cuidar y tazas con frases en latín. Por fuera, soy menuda, de cabello negro como tinta, piel clara y unos ojos verdes que, según mi abuela, “ven más de lo que deberían”. Por dentro, soy algo desconfiada, muy introspectiva y me cuesta soltarme. Pero cuando me suelto, río fuerte y pienso demasiado.

A Ceret llegué a comienzos de julio, invitada por una amiga pintora que exponía en el Museo de Arte Moderno. Yo solo quería desconectar, leer a Rilke bajo un plátano centenario y dejar el teléfono olvidado. Pero entonces, apareció Iriel Kaas.

Lo vi por primera vez en la plaza central, vendiendo cuencos de cerámica en un pequeño puesto improvisado. Llevaba una camisa blanca arrugada, el cabello castaño recogido con una cinta negra y las manos manchadas de arcilla. Era alto, delgado, con una presencia inquieta, casi felina. Su piel estaba bronceada por el sol, y sus ojos —grises, como tormenta de mar— parecían observarlo todo con detenimiento.

—¿Puedo tocar? —pregunté, señalando un cuenco con dibujos de hiedra.

—Claro, pero si se rompe, te casas conmigo —bromeó con acento leve, que no supe ubicar.

Sonreí. Le pregunté de dónde era. Dijo que vivía en Tbilisi, Georgia, pero pasaba los veranos en Ceret desde hacía tres años, trabajando en talleres y vendiendo sus piezas.

Empezamos a vernos por casualidad. En la panadería de la esquina. En el mercado de los sábados. En la librería donde yo pasaba las tardes leyendo sin comprar. Siempre coincidíamos.

—¿Estás siguiéndome o simplemente Ceret es muy pequeño? —le pregunté un día.

—Prefiero pensar que el universo tiene buen gusto —dijo, sin apartar la vista de mi rostro.

Fuimos juntos al Museo de Arte Moderno, donde vimos obras de Picasso y Matisse. Le hablé de la forma en que la poesía traduce el alma de las épocas. Él me habló de cómo el barro tiene memoria, y que cada pieza suya llevaba escondida alguna tristeza que no podía decir con palabras.

Una tarde me llevó al Pont du Diable, un puente antiguo que cruza el río Tech. Me contó la leyenda del diablo que intentó construirlo para atrapar almas, y cómo fue engañado. Le respondí que a veces los humanos también sabíamos engañar con elegancia. Nos reímos.

Lo que me gustaba de Iriel era su forma de estar en silencio sin que resultara incómodo. Y él decía que le gustaba que yo pudiera explicar cualquier emoción con una metáfora. “Contigo, hasta el dolor suena bonito”, dijo una noche.

Pero el encanto se rompió de golpe. Un mediodía lo vi con una mujer en su puesto. Ella era rubia, elegante, hablaba en georgiano y lo abrazó largamente. Luego, él le acarició la cara. Sentí cómo algo en mí se helaba. No pregunté nada. Me alejé. Apagué el teléfono. Cancelé todos mis planes.

Pasaron cuatro días. Me convencí de que todo había sido una fantasía mía. Que yo era experta en traducciones, pero pésima leyendo a las personas.

La mañana del quinto día, lo encontré sentado en la escalinata de la biblioteca, con una bolsita de tela en la mano.

—¿Puedo explicarte? —dijo, apenas viéndome.

No respondí, pero no me fui.

—Ella es mi hermana, Elira. Se llama Lika. Vino a darme una noticia: mi padre está enfermo. Pero no quise decírtelo, no quería mezclar tristeza con esto… contigo.

Me senté a su lado. Sentí algo tibio volver a mi pecho.

—Me sentí idiota —admití.

—Yo también, cuando te fuiste sin decir nada —respondió, con una sonrisa suave.

Abrió la bolsita. Dentro había un cuenco de cerámica, pequeño, con una inscripción en georgiano.

—¿Qué dice? —pregunté.

—Dice: “Todo lo que se rompe puede volver a tener forma”.

Nos besamos esa tarde frente a una fuente, mientras las campanas de la iglesia marcaban las cinco. Aún vivo en Gante. Él sigue en Tbilisi. Pero cada año, sin falta, nos encontramos en Ceret. En la misma plaza. En el mismo rincón. Algunos lugares laten. Y algunos amores, también.

FIN

Escrito por Jessica Bao Perez.

El martes, 9, de septiembre de 2025.

En Badalona.

¡Cuento escrito ✍ por mí! #124

 UN VERANO EN COLLIOURE

CUENTO BREVE

 

Si me hubieran dicho que encontraría el amor en un pueblo costero del sur de Francia, lo habría negado con la seguridad de quien cree que su vida ya está escrita. Me llamo Lira Montec, tengo 29 años y soy fotógrafa de fauna silvestre. Paso más tiempo entre árboles, selvas y desiertos que entre paredes. Vivo en una casa de madera en Bergen, Noruega, donde las ventanas son más grandes que las puertas, y los inviernos duran lo suficiente como para que una aprenda a estar sola

Físicamente soy de estatura media, piel muy clara que se enrojece con facilidad, y un cabello rubio que siempre llevo recogido en una trenza desordenada. Por dentro, me considero inquieta, algo sarcástica y profundamente curiosa. Siempre estoy buscando algo… aunque no siempre sé qué.

Viajé a Colliure buscando descanso después de una expedición agotadora en Madagascar. Solo quería mar, vino rosado y atardeceres. No amor. Pero el amor, como las buenas fotos, a veces aparece cuando menos lo esperas.

Lo conocí una mañana en la Plage Saint-Vincent, mientras yo intentaba capturar la luz suave que caía sobre el mar. Él estaba leyendo un libro bajo una sombrilla vieja, con los pies enterrados en la arena. Tenía una presencia tranquila, como si el ruido del mundo no lo alcanzara.

—¿Estás fotografiando o espiando? —me preguntó con una sonrisa apenas visible.

—Depende. ¿Tú qué crees? —le respondí sin dejar de enfocar.

Así conocí a Abdel Rhami, un escritor de guías de viaje que vive en Fez, Marruecos. Tiene 33 años, piel morena, ojos oscuros como aceitunas negras y una barba descuidada que le da un aire de eterno explorador. Es delgado, con una postura relajada, casi felina. Es callado, pero cuando habla, lo hace con una precisión que te deja pensando. Me dijo que viajaba cada verano a un lugar distinto, pero que siempre volvía a Colliure porque aquí había algo que no encontraba en ningún otro lado.

Nos vimos al día siguiente en el Castillo Real de Colliure. Yo estaba tomando fotos del muro sur cuando lo encontré allí, otra vez con su libro.

—¿Me sigues o tienes mal gusto para los monumentos? —bromeé.

—O quizás es que tenemos el mismo —contestó, levantando la mirada.

Así empezó todo. Cada día nos encontrábamos sin necesidad de llamarnos. En la Tumba de Antonio Machado, donde compartimos silencios largos; en la iglesia Notre-Dame-des-Anges, donde le expliqué la historia de su torre convertida en faro. Una noche, cenamos en una terraza frente al puerto, viendo las luces reflejarse en el agua.

Lo que me gustaba de Gael era su calma. La forma en que escuchaba. Yo, que vivía entre selvas caóticas y horarios imposibles, encontraba en él una pausa. A él, según dijo, le gustaba mi manera de mirar el mundo como si todo pudiera ser importante. "Tú haces que hasta una gaviota parezca parte de un milagro", me dijo una vez.

Pero no todo fue perfecto. Una tarde, mientras revisaba mis fotos en una cafetería, escuché a dos mujeres hablando en francés sobre un "journaliste marocain qui s’est marié ici l’été dernier" —un periodista marroquí que se había casado en Colliure el verano pasado. Una de ellas mostró una foto en su móvil. Era Gael. Sonriente. Vestido de blanco.

Sentí un nudo helado en el pecho. No le dije nada. Cancelé nuestra cita para esa noche con un mensaje seco. Durante dos días, me encerré en mi habitación, luchando con la decepción y la rabia de haberme dejado llevar. Hasta que él apareció.

—¿Estás bien? —preguntó desde la puerta.

—Pensé que eras otra persona. O al menos, alguien libre.

—¿Libre? ¿Por qué?

—Te vi… en una foto. Dijeron que te casaste aquí. El verano pasado.

Gael rió, un poco desconcertado.

—¿La foto en la playa? ¿Vestido de blanco?

Asentí.

—Eso fue una sesión de fotos para un artículo sobre bodas tradicionales. Yo escribí la guía. La modelo era una actriz local. Fue parte del proyecto del verano pasado. No estoy casado, Lira. Solo soy bueno actuando cuando me pagan.

Nos quedamos en silencio. Luego reímos los dos. Lloré un poco. Él me abrazó. Esa noche caminamos hasta el Moulin de Collioure, el viejo molino de viento sobre la colina. Desde ahí, las luces del pueblo parecían estrellas caídas. Nos besamos por primera vez bajo una luna amarilla que parecía de teatro.

Volví a Noruega unas semanas después. Él regresó a Marruecos. Pero seguimos viajando. A veces a mitad de camino. A veces hasta el otro. Nunca dejamos de encontrarnos. Porque hay veranos que no terminan en septiembre.

FIN 

Escrito por Jessica Bao Perez.

El martes, 9 de septiembre de 2025.

En Badalona.

¡Cuento escrito ✍ por mí! #123

 UN VERANO EN ARGELES-SUR-MER

CUENTO BREVE

 

Nunca creí en las casualidades hasta ese verano. Me llamo Aurelia Santos, tengo 31 años y trabajo como diseñadora de escenarios para obras de teatro. Vivo en una buhardilla antigua en Lisboa, rodeada de pinceles, telas y pequeñas luces que me recuerdan constantemente que la vida es una puesta en escena continua. Soy alta, delgada, con rizos rojizos que se escapan siempre de cualquier intento de peinarlos, y una risa que, según mi madre, es “contagiosamente escandalosa”. Internamente, soy una mezcla de nostalgia y entusiasmo. Me enamoro de las historias pequeñas, de los detalles en los rostros ajenos.

Todo empezó en Tremp, un pequeño pueblo del Pirineo catalán donde asistía a un festival de teatro independiente. Yo había sido invitada como jurado del certamen, una excusa perfecta para huir del bullicio y reencontrarme con mi creatividad. Lo que no esperaba era encontrarme con Izan Moreno, un nombre que parecía salido de un poema.

Izan es un restaurador de arte que vive en Cuzco, Perú. Tiene 34 años, ojos grises como el cielo antes de una tormenta y el tipo de voz que te hace olvidar el tiempo. Físicamente, es de complexión media, con el cabello negro muy corto y una cicatriz leve en la ceja derecha que, me dijo entre risas, se hizo restaurando una virgen colonial en una iglesia olvidada. Es reservado, pero con un sentido del humor seco que me desarmó desde el primer momento.

Nos conocimos en una charla sobre arte efímero. Él estaba en la fila detrás de mí, y me corrigió, en voz baja pero firme, sobre una fecha que yo mencioné mal durante mi intervención. Lejos de molestarme, me giré y le sonreí:

—¿Así que vienes a corregirme o a aprender?

—Un poco de ambas —me respondió sin dudar, con una media sonrisa.

A partir de ahí, comenzamos a vernos cada día. Coincidíamos, sin planearlo, en las mismas actividades: un concierto de cuerdas en la plaza mayor, una cata de vinos en una bodega subterránea, una caminata hacia un viejo dolmen al atardecer. Yo empezaba a bromear con que él era una aparición mágica.

—¿No te parece curioso que siempre terminemos en el mismo sitio? —le dije una tarde.

—Quizá no es coincidencia, Aurelia —me respondió, serio por primera vez—. Quizá es destino.

Cuando el festival terminó, decidimos prolongar nuestra estancia en el sur de Francia, en Argelès-sur-Mer, un rincón costero encantador donde el mar y las montañas conviven. Paseábamos por calles de piedra, comíamos pan con aceitunas negras al sol, y visitábamos el Château de Valmy, con sus torres elegantes y sus vistas que te dejaban sin aliento. Izan me tomaba fotos cuando no miraba, y yo le hacía preguntas imposibles, solo para escucharlo pensar.

Nos gustábamos por razones distintas. A mí me fascinaba su paciencia, su forma de mirar el mundo con ojos que parecían siempre buscar belleza. A él, decía que le gustaba mi capacidad de imaginar finales felices incluso en las historias más tristes.

Pero el amor, incluso en verano, no es sencillo. Una tarde, mientras yo dibujaba en el puerto, vi a Izan abrazando a una mujer rubia, alta, con la elegancia de quien ha vivido mucho. Reían, se tomaban de las manos. Sentí cómo algo en mí se rompía en silencio. No le dije nada. Guardé mi cuaderno y desaparecí.

Durante dos días, ignoré sus mensajes. Hasta que él apareció en la terraza donde solía desayunar. Tenía la mirada cansada.

—¿Por qué me esquivas, Aurelia?

—No soy el tipo de mujer que comparte.

—¿Compartir qué? ¿De qué hablas?

—Vi a la mujer del puerto. No tienes que explicarme.

—¿La mujer del puerto? —soltó una carcajada— Aurelia, esa es mi hermana, Alva. Vive en Toulouse. Fue a verme porque le conté de ti.

Me sentí ridícula, claro. Pero también aliviada. Esa noche caminamos por la playa, y en medio de las olas suaves y el cielo naranja, me tomó la mano.

—¿Y si esta vez no lo dejamos ir?

—¿El verano? —pregunté.

—No. A nosotros.

Desde entonces, nos visitamos cada mes, con mapas llenos de señales y calendarios sincronizados. Él llega a Lisboa con su maleta de herramientas y yo vuelo a Cuzco con mis cuadernos de bocetos. No siempre es fácil. Pero cuando lo miro, sé que algunas historias merecen escribirse.

FIN

Escrito por Jessica Bao Perez.

El martes, 9, de septiembre de 2025.

En Badalona.

lunes, 8 de septiembre de 2025

¡Cuento 🖋 escrito por mí! #122

 UN VERANO EN TREMP

CUENTO BREVE

 

Nunca había oído hablar de Tremp hasta que me ofrecieron una residencia artística allí. Acepté sin pensarlo demasiado, atraída por la idea de perderme en un lugar remoto del Prepirineo, lejos de las prisas, las reuniones por videollamada y el tráfico de Berlín.

Me llamo Izaura Mondragón, tengo 36 años y soy escultora de materiales reciclados. Trabajo con metal oxidado, vidrio roto y madera olvidada. Transformo lo que otros tiran en algo que hable, que cuente. Me encanta lo que hago, aunque a veces el ruido de mi taller me aísla más de la cuenta. Soy alta, de pelo corto y grisáceo —me lo teñí en una etapa experimental y ahí se quedó—, y con las manos marcadas por cortes, quemaduras y creación. Por dentro, soy impaciente, soñadora y algo impulsiva.

Llegué a Tremp a finales de junio, con una maleta llena de herramientas, una mochila y una idea vaga de lo que haría. El calor era seco, el cielo siempre despejado, y las montañas cercanas parecían vigilantes silenciosos. Me alojaron en una pequeña casa de piedra junto al convento del Roser, hoy reconvertido en centro cultural.

La primera vez que lo vi fue en la plaza de la Creu, una tarde de mercado. Yo intentaba entender cómo funcionaba la báscula antigua de una parada de frutas, cuando alguien se acercó por detrás:

—Eso está más calibrado que una brújula de capitán —dijo con un acento imposible de ubicar.

Me giré. Era un hombre de unos 38 años, con piel tostada por el sol, cabello castaño claro recogido en una coleta y una camisa arrugada por horas de viaje. Se llamaba Lirio Wexler, era de Nueva Zelanda, aunque llevaba años viviendo entre trenes, aviones y hoteles. Era geólogo, especializado en fósiles del Cretácico, y había venido a Tremp por una excavación cerca del congost de Mont-rebei.

—¿Tú también estudias piedras? —le pregunté, medio en broma.

—Las desentierro. Pero tú las haces hablar —me dijo, mirando mi colgante hecho con cristal marino.

Desde entonces, nos cruzábamos una y otra vez. En la misma panadería al amanecer. En la biblioteca, buscando mapas antiguos. En el castell de Mur, al atardecer, él con su libreta de campo, yo con mi cuaderno de bocetos. Lo que me gustaba de él era su manera de estar en el mundo. Callado, pero atento. Leía la tierra como si fuera una carta escrita a mano. A él le fascinaba mi necesidad de transformar, de rescatar lo roto.

Una mañana fuimos al Museu de la Conca Dellà, donde me mostró con pasión huellas de dinosaurios y me explicó cómo el paisaje había sido mar.

—Todo esto estaba bajo el agua. Imagínate eso.

—Y ahora lo pisamos —dije—. Qué ironía.                      

Una tarde me acompañó al pantano de Sant Antoni, y mientras yo recogía trozos de madera flotante, él fotografiaba las rocas del margen. Comíamos juntos, caminábamos juntos, y, sin darnos cuenta, también empezamos a construir algo.

Pero entonces, el malentendido. Una mañana, vi su mochila en la recepción del centro cultural. Preparada para salir. Pregunté y me dijeron que se había marchado a Barcelona antes de lo previsto. Ni un mensaje. Ni una nota. Me sentí estúpida. Habíamos compartido tanto, y de pronto, desaparecía. Me hundí en mi taller, soldando piezas como quien quiere olvidar.

Tres días después, lo vi en la plaza de nuevo. Con la cara desencajada.

—¿Por qué te fuiste sin decir nada? —le solté.

—¿Qué? ¡No me fui! Fui a buscar una pieza fósil a Barcelona. Te dejé una nota en tu buzón.

Revisamos. Y ahí estaba. Una carta doblada que nunca había abierto, perdida entre propaganda de supermercado.

—Pensé que habías huido —le dije, algo avergonzada.

—Pensé que me habías olvidado —respondió.

Nos reímos. Y luego, como si el tiempo no existiera, caminamos hasta el mirador del Montsec y vimos caer el sol sobre el valle. Ese verano terminó con una exposición conjunta: mis esculturas y sus fotografías de fósiles y rocas. Lo llamamos “Lo que permanece”.

Hoy, él da clases en la universidad de Wellington. Yo sigo en Lisboa, con un taller nuevo. Pero en otoño volvemos a Tremp, donde todo comenzó. A veces, un lugar desconocido es solo el principio de una historia que ya estaba escrita bajo nuestros pies.

FIN

Escrito por Jessica Bao Perez.

El lunes, 8, de septiembre de 2025.

En Badalona.

¡Cuento 🖋 escrito por mí! #121

 UN VERANO EN EL TREN DELS LLACS

CUENTO BREVE

 

No suelo viajar en tren. Prefiero los caminos que puedo recorrer a pie, los que se descubren con lentitud. Pero ese verano necesitaba algo diferente. Algo que me sacara de la rutina de mi trabajo y de mí misma.

Me llamo Nerea Valdés, tengo 33 años y soy diseñadora de mapas antiguos para una empresa editorial en Lisboa. Sí, mapas antiguos. Aunque suene extraño, mi trabajo consiste en recrear con precisión cartográfica documentos del siglo XVII, para exposiciones, museos o libros de historia. Me paso el día entre tinta, papel envejecido y una lupa de aumento. Mi mundo es minucioso, tranquilo y un poco solitario.

Físicamente, soy de estatura media, con cabello corto y ondulado, tan negro como el café portugués. Siempre llevo cuadernos conmigo, y un bolígrafo de tinta sepia en el bolsillo. Internamente, soy observadora, curiosa, con un amor profundo por las pequeñas cosas que otros pasan por alto: un nombre tallado en un banco, una flor creciendo entre las piedras, una estación de tren olvidada.

Ese verano decidí subirme al Tren dels Llacs, en su versión histórica, desde Lleida hasta el corazón del Prepirineo. Quería ver los lagos, las montañas y perderme entre los pueblos que dormitan bajo el sol.

Fue en la estación de Lleida donde lo vi por primera vez. Alto, de piel morena y ojos azul oscuro, llevaba una cámara analógica colgada del cuello y un sombrero de ala ancha que parecía sacado de una película antigua.

—¿Primera vez en este tren? —me preguntó al verme leer el cartel con los lagos del recorrido.

—Sí. Aunque ya lo tengo medio dibujado en mi cabeza —le respondí, mostrando mi cuaderno lleno de bocetos.

—Yo intento hacer lo mismo, pero con luz y sombra —dijo, levantando su cámara.

Se llamaba Ilián Bergström, tenía 35 años y venía desde Gotemburgo, Suecia. Fotógrafo de arquitectura para una revista escandinava, viajaba buscando estructuras olvidadas o en ruinas. Amaba los trenes antiguos, las estaciones con historia y los pueblos pequeños con grandes silencios.

Nos sentamos cerca. El vagón, con su madera crujiente y bancos de cuero gastado, parecía transportarnos a otra época. A medida que el tren avanzaba por el Segrià, la Noguera, el Montsec, nuestras conversaciones se volvían más fluidas, más largas, más nuestras.

—Mira, ese es el pantano de Camarasa —le señalé—. Dicen que refleja las montañas como un espejo.

—Voy a capturar eso. Pero creo que ninguna cámara podrá reflejar lo que tú ves cuando lo dibujas —me dijo.

Visitamos el pantano de Sant Llorenç de Montgai, con su agua tranquila y los pájaros sobrevolando en silencio. Pasamos por Terradets y Sant Antoni, donde la luz del atardecer encendía los acantilados. Cada parada era una excusa para quedarnos un poco más.

Después, buscando un sitio para comer, fuimos a Gerri de la Sal, donde descubrimos una antigua abadía y un puente medieval que él no paraba de fotografiar. En Salàs de Pallars, visitamos el Museo de Antiguos Comercios, donde nos reímos imaginando cómo sería vivir en otra época. En Talarn, comimos trinxat con butifarra, brindando con vino del Pallars.

Cada día coincidíamos sin haberlo planeado. Si yo paraba a dibujar en una roca, él aparecía por detrás para enseñarme una foto. Si él salía a capturar la niebla sobre el lago de Montcortès, yo ya estaba allí, esbozando la línea del agua.

Pero todo se torció en un instante. Una tarde, revisando mi cuaderno, noté que faltaban varias hojas. Las arrancadas. Pensé en Ilián. Él había estado hojeando mi libreta el día anterior, con demasiado interés. Mi corazón se encogió.

Decidí alejarme. Pasé los dos días siguientes evitando cruzarme con él, bajando del tren en otras paradas, cambiando mi asiento. Pero el último día, en la estación de Talarn, me alcanzó.

—Nerea, ¿me estás evitando? —preguntó.

—Alguien arrancó páginas de mi cuaderno. Eran dibujos personales. Pensé que… —me detuve.

—¿Que fui yo? —dijo herido—. Nerea… Yo encontré esas hojas en el suelo del vagón. Se habían caído. Las guardé para devolvértelas. Pensé que eran importantes.

Me mostró las hojas, intactas, en una carpeta de plástico. Y también un sobre.

—Este es para ti. Es mi dirección. Y… esta es una fotografía tuya, dibujando. Espero que no te moleste.

La foto me conmovió. Yo, sentada en el borde del lago, absorta en mi mundo. Capturada desde lejos, con respeto, con ternura.

Le pedí disculpas. Él sonrió. Y me abrazó.

—No quiero que esto termine aquí —le dije.

—No tiene por qué —respondió.

Desde entonces, nos escribimos cada semana. Hemos vuelto a vernos dos veces: una en Lisboa y otra en Gotemburgo. Y este invierno planeamos recorrer juntos la ruta del Orient Express. A veces, los trenes antiguos te llevan mucho más lejos de lo que esperas.

FIN

Escrito por Jessica Bao Perez.

El lunes, 8, de septiembre de 2025.

En Badalona.

¡Cuento escrito ✍ por mí! #120

 UN VERANO EN VILADRAU

CUENTO BREVE

 

Nunca pensé que aquel viaje improvisado cambiaría por completo el rumbo de mi vida. Me llamo Auria Delclós, tengo 34 años, y trabajo como ilustradora botánica para una editorial francesa que publica libros de naturaleza y ciencia. Vivo en una pequeña cabaña en las afueras de Annecy, entre montañas y lagos. Me gusta el silencio, el té negro y dibujar durante horas sin hablar con nadie. Físicamente soy alta, delgada, de piel clara y cabello cobrizo que siempre llevo recogido con un lápiz. Por dentro, me consideran reservada, pero quienes me conocen de verdad dicen que soy intensa, muy leal y con una imaginación desbordante.

Este verano decidí pasar unas semanas en Viladrau, un pueblo que parece sacado de un cuento, con sus casas de piedra y sus bosques llenos de hayas y robles centenarios. Necesitaba alejarme del ruido mental y de la rutina. El plan era sencillo: caminar, dibujar, leer y volver a conectarme conmigo misma.

Pero todo cambió antes incluso de llegar. Mientras esperaba mi conexión de autobús en Sant Pere de Ribes, me senté en una terraza a tomar un café. Fue entonces cuando lo vi. O mejor dicho, cuando me oyó hablar sola.

—¿Esa libreta también le responde? —me preguntó con una sonrisa.

Levanté la mirada. Un hombre de unos 37 años, moreno, de ojos verde grisáceo, con una barba cuidada y una mochila desgastada al hombro. Su nombre era Enoa Lorenz, un nombre tan extraño como el mío. Nacido en Islandia pero criado en Ciudad del Cabo, trabajaba como restaurador de edificios antiguos para una ONG. Tenía manos grandes y firmes, y hablaba con una calma hipnótica.

—A veces la libreta sabe más que yo —le respondí.

Él pidió un té, yo otro café. Y empezamos a hablar. Lo curioso es que, sin haberlo planeado, nos dimos cuenta de que ambos íbamos a pasar unos días en Viladrau.

—¿Tú también? —dije entre risas, como si el universo jugara a empujarnos.

—Debe de haber algo ahí que nos llama —respondió, serio, pero con un brillo en los ojos.

Durante los siguientes días, nos encontramos una y otra vez. En la fuente de Matagalls. En la entrada del Parque Natural del Montseny. En la misma panadería, pidiendo el mismo pan de espelta.

—¿Nos estás siguiendo, Lorenz? —le dije una mañana.

—Tal vez. O tal vez estamos atrapados en el mismo bucle de coincidencias.

Poco a poco, esos encuentros casuales se convirtieron en paseos largos. Visitamos juntos la ermita de Sant Segimon, rodeada de bruma, y la masía de Can Bosc, donde él me habló de cómo había restaurado un castillo en Irlanda. Le gustaba mi forma de mirar los árboles como si hablaran. A mí me fascinaba cómo encontraba historias en cada piedra antigua.

Una tarde, mientras yo dibujaba el portal del Castell de Montsoriu, él se me acercó en silencio y dejó una flor seca entre las páginas de mi libreta.

—Para tu colección —dijo.

Me derretí. Todo parecía perfecto, hasta que una mañana él dejó de aparecer. Ningún mensaje. Ninguna nota. Pasaron tres días. Pensé que se había ido, que quizá solo era un turista más de paso. Me sentí tonta, dolida, traicionada.

El cuarto día, bajando por el sendero del Salt de la Minyona, lo encontré. Sentado, con una pierna vendada.

—¿Auria? —dijo sorprendido—. ¿Cómo me encontraste?

—Parece que seguimos atrapados en el mismo bucle —respondí con media sonrisa.

Había resbalado durante una caminata y se había lesionado. Su móvil, empapado, había dejado de funcionar. Estaba acampando en una cabaña sin cobertura.

—Pensé que te habías ido sin decir nada —le confesé.

—Pensé que nunca volvería a verte —me dijo.

Nos reímos. Luego nos abrazamos. Y fue como si todo el peso de los días anteriores se deshiciera. Terminamos el verano recorriendo juntos cada rincón del Montseny. Dibujé con él en silencio bajo los castaños centenarios. Él restauró una antigua casita rural para una familia local. Por las noches, cocinábamos juntos mientras hablábamos de viajes, de sueños, de raíces.

Cuando llegó el momento de despedirnos, no lo hicimos con tristeza.

—Esto no se termina aquí —me dijo.

—No, solo empieza en otro sitio.

Y así fue. Hoy, un año después, escribo esto desde una casita en la costa sur de Islandia, donde el cielo se pinta de colores imposibles. ENOA está restaurando una iglesia de madera y yo estoy ilustrando mi primer libro sobre el musgo nórdico. A veces, el amor no se busca. Se encuentra. Una y otra vez, en el mismo sitio.

FIN 

Escrito por Jessica Bao Perez.

El lunes, 8 de septiembre de 2025.

En Badalona.

¡¡Peli 📽 tele 📺 viernes noche!!🌃

Los buenos modales (2023)

Emitida el viernes, 5, de septiembre de 2025, por la noche, en antena 3.

Es española.

Manuela (Gloria Muñoz) y Rosario (Elena Irureta) son dos hermanas que, tras años sin hablarse a causa de un secreto familiar, se reencuentran inesperadamente en el cumpleaños de sus nietos. Los niños se han conocido gracias a sus cuidadoras, Trini (Pepa Aniorte) y Milagros (Carmen Flores), amigas inseparables, vecinas de toda la vida. Cuando descubren el conflicto que separa a los pequeños, las entrometidas limpiadoras intentarán, con torpeza, mucho amor y un poco de disparate, reconciliar a sus familias.

Está muy bien, súper buena y familiar, divertida y que te hace pensar en las relaciones de familia y amigos, en la vida real, que, a veces, hay malos entendidos de hace años que no se hablan ni se resuelven y crea separaciones entre hermanos y hermanas, o primos, etc. Hay que hablar las cosas y encontrar la solución, porque la familia es lo único que tenemos. ¡Me reí mucho y me encantó!