ÁRBOL DE LOS SUEÑOS
CUENTO BREVE
Me llamo Alana
Vordane, y trabajo como cónsul, lo que me obliga a moverme constantemente entre
países, culturas y personas. Desde fuera suelo parecer serena y metódica, alta,
de cabello castaño oscuro y ojos grises que muchos interpretan como fríos. Por dentro,
sin embargo, soy un torbellino: curiosa, idealista y con una necesidad casi
infantil de encontrar algo –o alguien– que haga que el mundo tenga sentido.
Todo comenzó
bajo un gigantesco baobab que los habitantes de Senegal llamaban el árbol de
los sueños. Yo estaba allí por trabajo, tratando cuestiones con la embajada
local, cuando escuché una voz masculina a mi lado.
—¿Sabes por qué
la gente viene aquí? —me preguntó un hombre de piel bronceada, sonrisa amplia y
ojos tan negros que parecían contener estrellas.
—¿Para soñar?
—respondí sin pensarlo.
—Para recordar
qué desean de verdad. Soy Omar Shalyan.
Era arqueólogo,
descubrí luego. Delgado, ágil, barba perfectamente recortada. Su mente era un
laberinto de datos históricos, pero también un refugio cálido: paciente,
divertido, observador. Me desarmó enseguida. Aquel encuentro debería haber sido
único. Él vivía entre excavaciones en Oriente Medio; yo, entre consulados
europeos. Pero el destino parecía empeñado en cruzarnos.
Nos vimos en
Roma, frente al Coliseo.
—¿Otra vez tú?
—me dijo Omar, riendo mientras yo parpadeaba incrédula.
Paseamos entre
los arcos milenarios. Me habló de gladiadores y yo de tratados internacionales.
A él le gustaba que yo viera el mundo con lógica; a mí, que él lo mirara con
pasión.
Más tarde
coincidimos en Tokio, bajo los cerezos en flor. En Estambul, frente a Santa
Sofía, donde él rozó mi mano por primera vez. En Nueva York, contemplando la
Estatua de la Libertad, donde yo lo besé. Parecía magia. O destino. Y me estaba
enamorando. Pero el malentendido llegó en Marrakech.
Yo había volado
para una reunión urgente y él estaba allí trabajando en un yacimiento cercano.
Quedamos frente al minarete de la Koutoubia. Cuando llegué, lo vi conversar con
una mujer que lo miraba con demasiada familiaridad. Luego ella lo abrazó. Y yo me
marché sin darle oportunidad de explicarse.
Durante días
ignoré sus mensajes. Pensaba que todo había sido casualidad… ilusión… o
simplemente una historia bonita destinada a romperse.
Hasta que
apareció en mi hotel en Lisboa, empapado por la lluvia.
—Alana, por
favor, escúchame —dijo, jadeando—. Aquella mujer era mi hermana. Estaba de
visita. Nada más.
Me quedé helada.
—Tenías que
haberme dicho…
—Te busqué por
toda la ciudad —insistió—. Y por todas las ciudades donde podríamos habernos
encontrado. Porque siempre coincidimos, ¿recuerdas? Y no pienso dejar que un
malentendido arruine lo mejor que me ha pasado.
Le creí. No por sus palabras, sino por la forma en que me miraba: como
si yo fuera su monumento favorito del mundo, uno que todavía estaba
descubriendo.
Esa noche
volvimos a encontrarnos —o quizá reencontrarnos por primera vez de verdad— bajo
otro árbol, un viejo olivo en una plaza tranquila. Y allí, entre faroles
cálidos y silencio, comprendimos que nuestro destino no estaba en los lugares
donde coincidíamos, sino en el hecho de que siempre terminábamos buscándonos.
Hoy, seguimos
viajando. Él con sus ruinas; yo con mis consulados. Pero nunca estamos
demasiado lejos. Porque, de alguna forma inexplicable, el mundo siempre se las
arregla para acercarnos. Y cuando eso falla… simplemente nos buscamos.
FIN
Escrito por Jessica Bao
Perez.
El miércoles, 10 de
diciembre de 2025.
En Badalona.
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